Hace mucho tiempo, había un reino conocido por su invencible ejército y por su castillo situado en la cima de una montaña rica en obsidiana. Sus habitantes vivían en paz, su ejército cuidaba de ellos. Eran conocidos en todas las tierras de alrededor. Los hombres que formaban su defensa eran miles, bravos guerreros, inquebrantables en la lucha y completamente fieles a su rey. Nada podía hacerlos retroceder o hacer temblar su corazón. Llevaban espadas con hojas de obsidiana terriblemente afiladas y puntas de flecha del mismo material. Sus armaduras estaban adornadas con incrustaciones de la piedra por la que eran conocidos. El rey presentaba frecuentes batallas en los alrededores, pues eran muchos los que querían invadir el castillo debido a su riqueza en obsidiana, una piedra negra muy valorada en aquel lugar. Pero nadie conseguía nunca vencerles.
Un día, estando el ejército fuera del castillo, presentando batalla en una tierra cercana, le llegó la noticia al rey de que su hogar estaba siendo atacado. Las tropas abandonaron raudos la batalla y cabalgaron hacia su reino intentando llegar a tiempo para retomar el castillo. Al llegar, vieron un espeso humo elevarse desde el interior de las murallas. Cruzaron las puertas sin pensárselo, dispuestos a combatir a cualquier enemigo. Pero al entrar en el castillo vieron que éste estaba desierto. Un gran fuego quemaba una de las torres y se iba extendiendo rápidamente, pero los habitantes debían haber huido, pues no había nadie. De repente, un golpe a sus espaldas los hizo volverse para ver que alguien había cerrado las puertas tras ellos. Les habían tendido una trampa y los habían encerrado ahí, indefensos ante las llamas que se iban acercando y devorádolo todo a su paso. Nada pudieron hacer frente al fuego. Sus antiguos enemigos habían unido fuerzas tramando un plan para engañarlos y quemarlos en su propio castillo. Los habitantes habían huido nada más ver llegar a los invasores y se habían salvado. Pero para el rey y su ejército ya era tarde. El incendio lo devoró todo y después se extinguió. Sus enemigos se adentraron en lo que quedaba de castillo. Algo los sorprendió desagradablemente, su querida obsidiana, aquella por la que habían luchado durante años, había cambiado. El intenso calor había hecho que las cenizas de aquellos valientes guerreros quedaran incrustadas en la obsidiana, siendo ahora una piedra negra con manchas grises. A los invasores no les gustó aquel cambio, ya que perdía todo su valor, nadie conocía aquella piedra y no pagarían por ella. Era como si los guerreros se hubieran llevado con ellos su tesoro dando origen a otra piedra, la obsidiana nevada.
Así que, cuando llevéis una obsidiana nevada con vosotros, recordad que posee el alma de unos valientes guerreros dispuestos a defenderos de cualquier mal, igual que hicieron con su tierra, quedando para siempre en ella. Sentíos protegidos, pues no os abandonarán ante nada y la fuerza de los guerreros de obsidiana os acompañará siempre.
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