Notaba
cómo se iba acercando. La anciana salió de su choza en las
profundidades del bosque y observó a su alrededor. Cerró los ojos y
escuchó. Los animales le informaban cuando algo iba mal. El piar de
los pájaros la alertaba de que algo no estaba bien. El aire estaba
enrarecido, los árboles se agitaban nerviosos sintiendo la inminente
presencia. La naturaleza hablaba si sabías escucharla. Volvió al
interior de su cabaña y cogió una cesta, se abrigó con un manto de lana y
se dispuso a salir. Necesitaba ingredientes para su ritual.
Se
encaminó hacia lo más profundo del bosque. Su gato, aquel animal que
no se separaba nunca de ella, la siguió maullando de vez en cuando. No
le gustaba alejarse de la cabaña, él también intuía lo que se acercaba.
Deambuló por el bosque recolectando las plantas que necesitaba, todas
protectoras y para alejar los malos espíritus. Verbena, ruda, salvia...
Había otras que necesitaba, pero estaban demasiado lejos y no había
tiempo, debía tenerlo todo preparado antes del anochecer. Un grupo de
jóvenes había estado tonteando con la magia la noche anterior y habían
atraido sin saberlo algo maligno. En cuanto el sol cayera, se acercaría
al poblado, entraría en las casas y se adueñaría de todas las almas que
pudiera. Ella quería evitarlo. Los aldeanos nunca la habían tratado
bien, la despreciaban, la insultaban y le lanzaban comida podrida al
verla llamandola vieja bruja. Temían lo que no comprendían. Ella nunca
había hecho daño a nadie, vivía en el bosque sin acercarse a ellos más
de lo que necesitaba. Incluso eran ellos los que alguna vez le habían
pedido ayuda, cuando algo malo les ocurría, pero luego la abandonaban
casi sin agradecerle sus sabios conocimientos. Le pagaban y se alejaban
como si ella fuera el mismo demonio. Nada más lejos de la realidad,
ella era una bruja de la naturaleza, sus conocimientos sobre plantas y
remedios naturales la hacían muy valiosa a la hora de preservar la
salud. Sus rituales iban dedicados a la fuerza de los elementos, al
sol, la luna, el fuego, el viento... a la madre tierra.
Cuando
tuvo todo lo necesario, volvió a casa a recoger algunas cosas más.
Velas, un pequeño caldero, un pequeño puñal, sus amuletos, ... lo
envolvió todo en un trapo y lo metió en la cesta con las plantas. Se
encaminó al lugar en el que había visto a los jóvenes la noche anterior,
un pequeño claro en el bosque. Allí encontró velas tiradas por el
suelo, inscripciones hechas con un palo arañando la tierra, y los restos
de una gran hoguera. Suspiró pensando en lo mucho que le habían
complicado las cosas aquellos ingenuos chicos. Sabía que la magia era
muy peligrosa si no sabías usarla.
Limpió
el lugar con unas ramas a modo de escoba improvisada. Colocó su
caldero, sus velas en la posición adecuada, sus amuletos protectores y
empezó a hacer pequeños ramitos con las plantas que había recolectado.
Cogió su cuchillo ritual y trazó un círculo protector a su alrededor
empezando con sus oraciones a los elementos. Fue encendiendo las velas a
medida que las necesitaba y quemando los ramitos de plantas en su
caldero. Entonó una oración protectora a sus dioses pidiendo que
alejasen al malvado espíritu del lugar y protegiesen a los aldeanos y a
ella misma. Estuvo lanzando hechizos de protección hasta que
anocheció. Un fuerte viento se levantó entonces amenazando con apagar
sus velas y esparcir las cenizas de las plantas que había quemado, pero
su círculo protector aguantaba. Sentía la energía del espíritu en su
piel, como finas agujas clavándose en ella, pero gracias a su círculo,
no podía herirla realmente. Subió el tono de sus plegarias, cogiendo en
su mano el amuleto en forma de pentáculo con inscripciones rúnicas y lo
puso frente a ella, dirigiéndolo hacia el viento helado que amenazaba
con destruir su espacio sagrado. Gritó dolorida por la punzante energía
del espíritu que maltrataba su piel. El viento se fortaleció de
repente haciéndola caer de rodillas para no derrumbarse. Pidió la fuerza
de los elementos para enfrentarse a ese mal. Cogió un puñado de las
cenizas de su caldero y se las arrojó al espíritu. Escuchó un grito
elevarse por encima del sonido del viento. Cogió otro puñado de cenizas
y volvió a lanzárselas. El espíritu volvió a soltar un grito lastimero
y la fuerza del viento disminuyó. No detuvo en ningún momento su
ritual, no se dejó intimidar por la energía que llegaba a ella erizando
su piel. Se mantuvo fuerte y creyó en su magia, en el poder de la madre
naturaleza. La fuerza de su enemigo fue disminuyendo poco a poco.
Ella apenas podía mantenerse ya en pie. Eran muchos los años que
contaba a sus espaldas, pero también eran muchos sus años de
experiencia. No se iba a rendir y su enemigo ya reculaba.
Ya
era bien entrada la noche cuando el espíritu se rindió. El viento se
detuvo y el aire dejó de parecerle asfixiante. Respiró profundamente,
estaba agotada. Pero aun no había terminado. Recogió su caldero con
las cenizas de las plantas y vertió un poco de agua sobre ellas. Guardó
todo lo que había traido con ella y se encaminó al poblado. Una vez
allí, protegida por la oscuridad y sabiendo que todos dormían, se acercó
a cada puerta y fue dibujando un símbolo protector con las cenizas
remojadas, en cuanto se secasen caerían y nadie notaría nada, no
quedaría ni rastro de su paso por ahi.
Pasó
más de una hora cuando terminó. Al llegar a su casa hizo lo mismo.
Ahora podía descansar. El largo ritual la había dejado rendida.
Al
día siguiente, cuando salió de su choza, vio pasar a un aldeano
acompañado de sus dos hijos pequeños. Soltó una maldición al verla,
rodeando a sus niños con el brazo, y escupió al suelo en su dirección.
Ella suspiró y siguió con su trabajo. Nada les haría cambiar nunca su
manera de verla.
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